Desde hace 5 años tengo el gusto de dirigir y diseñar la revista MOR. Se trata de una publicación anual que pretende echar una ojeada a la producción cultural contemporánea. Incluye notas de música, cine, libros, internet, turismo, gastronomía, arquitectura y diseño escritas por especialistas no sólo en crítica sino básicamente en producción de cada una de estas actividades. Un gusto personal que me doy como director es escribir algunas notas, entre ellas la de artes visuales. En el último número, publicado en diciembre de 2013 dediqué esas páginas a uno de los artistas argentinos que más admiro: Eduardo Stupía, a quien quiero agradecer la gentileza y generosidad de siempre para aceptar mi invitación, conversar conmigo y corregir la nota.
Aquí va el resultado. Si quieren ver la revista completa, está disponible online aquí
Eduardo Stupía es uno de los artistas contemporáneos más relevantes de la Argentina. En un escenario en que la palabra “contemporáneo” hace referencia no tanto a una marca cronológica como a un modo de crear arte –basado en resoluciones aparatosamente alejadas de las disciplinas artísticas tradicionales, con obligatorios y, a veces, enrevesados marcos conceptuales, con espectacular y onerosa utilización de nuevas tecnologías, con inmensos despliegues mediáticos o con la intervención de ejércitos de especialistas en disciplinas tan específicas como la ingeniería o tan curiosas como la taxidermia– Stupía se las arregla para ocupar su lugar con lo que es el hacer esencial de las “bellas artes”: el dibujo. Con una particularidad, en la obra de Stupía el dibujo es contemporáneo porque se aleja intencionalmente de su rol de “bella arte”. La línea se enfrenta con aquella construcción cultural de los libros para colorear de nuestra infancia; monta una revolución contra el mandato primario de ser límite de una superficie de color (pintada “sin pasarnos de la línea”), se rebela contra el sometimiento jerárquico, y la subordinación a la pintura, considerada hasta entonces necesaria para transformar esa hoja en blanco y negro en un “trabajo finalizado”. El dibujo en Stupía no se considera más a sí mismo como un paso previo en la concreción de una obra mayor, se lanza a la epopeya independentista y se sostiene por sí solo. Definitivamente emancipadas, la línea y el plano (la mancha) gozan con su autonomía. Se mueven, se enredan, se atraen y se repelen en la hoja o en el lienzo y construyen una obra que va y viene entre la abstracción y la figuración.
La dialéctica del dibujo
Algunos dibujos, en general los de su primera etapa, son figurativos en un sentido tradicional. Se pueden reconocer claramente los elementos representados. Aunque generalmente estén planteados en escenarios que no respetan el canon occidental y la visión de la perspectiva tradicional sino que hacen un uso del espacio más cercano a la concepción oriental. Sin embargo, aún en su obra “abstracta”, la más abundante, los dibujos tienen un ser figurativo. Aunque no es el artista quien dibuja los personajes, los paisajes, los árboles, las situaciones, sino la mente de quien mira. Eduardo nos hace dibujar en nuestra cabeza, nos invita a perdernos en el intrincado laberinto de sus trazos, sus manchas y sus vacíos hasta leer historias. En ocasión de su muestra retrospectiva del año 2006 en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, el prestigioso crítico Fabián Lebenglik escribió en su texto para el catálogo “La obra de Eduardo Stupía juega inteligentemente con la mirada entrenada del espectador, que inevitablemente es conducido a sobreinterpretar líneas, filigranas, manchas y pinceladas. En ese camino de sutiles correspondencias imaginadas, sus tramas se muestran como espejismos donde cada ojo pone sus historias”. Los dibujos de Eduardo se miran, pero también se leen.
En esta salomónica distancia entre abstracción y figuración radica otra de las peculiaridades de la obra de Stupía. Inclasificables, sus dibujos no batallan contra las categorías clásicas, sino que las fagocitan. ¿Abstracción o figuración? ¿Escritura o diseño? ¿Dibujo o pintura? ¿Significante o significado? La obra de Stupía es la crónica de un camino hacia la síntesis. Pero no hacia la síntesis entendida como reducción a lo básico, sino todo lo contrario, hacia la síntesis dialéctica, aquella que amplía su campo hasta contener un todo superador, eliminando conflictos y dicotomías.
El significante caligráfico
Muchos críticos y plumas prestigiosas escribieron sobre la cercana relación entre la escritura y la obra de Stupía. Sería exagerado decir que se han vertido ríos de tinta sobre esta relación, pero es una bella y útil imagen para graficar la hermandad material entre el dibujo y la escritura en este caso particular.
Escribir sobre la obra de Eduardo y no caer en la enorme tentación de teorizar acerca de lenguajes, sistemas, alfabetos y caligrafías es casi una quimera.
Al mirar cualquiera de sus dibujos, la mirada comienza a correr desde un sector a otro de la superficie. La destreza compositiva aplicada con recursos mínimos –blanco, negro, línea, plano, vacío– hace que el ojo lea secuencialmente la obra en distintas direcciones. El alfabeto hebreo se lee de derecha a izquierda, la caligrafía oriental, de arriba hacia abajo, la escritura occidental, de izquierda a derecha. Las obras de Stupía, en cambio, crean y recrean su propio sistema, manejando con maestría el flujo visual entre zonas de abigarrada filigrana, líneas, manchas y espacios blancos. Como las verdaderas obras de arte, construyen su propio sistema, inventan su paradigma, comunican sus instrucciones de uso al mismo tiempo que son utilizadas. Una especie de sinfonía visual que nos transporta entre allegros y silencios hasta hacernos sentir que nosotros mismos construimos la sensación y el relato frente a cada dibujo. La obra de Eduardo es también musical y narrativa. Suena y cuenta.
Eduardo Stupía estuvo siempre relacionado con la escritura: con el significante, como es fácil percibir en la superficie de sus trabajos, pero también con el significado, ya que ha trabajado durante mucho tiempo como traductor de inglés. Sensibles y generosos son también sus textos de arte, críticos y curatoriales. Durante muchos años colaboró con Diario de Poesía –la más importante publicación de poesía de América Latina, fundada por su amigo Daniel Samoilovich–, con traducciones y artículos. Cuando el artista Juan Pablo Renzi, responsable del diseño y la dirección de Arte del Diario falleció prematuramente en 1992, Eduardo asumió las tareas y se convirtió en el responsable del diseño de la publicación. En un terreno similar, también fue responsable del diseño de las portadas de los libros de la editorial Adriana Hidalgo, dirigida por Fabián Lebenglik. Dibujante, crítico, escritor, traductor, y diseñador.
El artista múltiple
Una charla con Eduardo Stupía ratifica lo que su historia permite imaginar: una personalidad atenta, apaciblemente inquieta, despierta, que supo moverse en la escena cultural argentina de los últimos 30 años alimentándose, libre de prejuicios, de cada estímulo posible. Literatura, poesía, cine, artes visuales, tuvieron siempre un punto de contacto en él. Como si viviera cinco o seis vidas en una, Stupía es traductor, escritor, lector, docente, experto en cine, diseñador, sufrido hincha de River Plate y, por supuesto, artista. Como si esto fuera poco, durante sus años de formación también pasó por experiencias con la música y el teatro. Esta prolífica participación del mundo de la cultura lo llevó a relacionarse con la mayoría de los actores relevantes del medio desde el año 1970 hasta hoy. De hecho, es un círculo del que se ha ganado el derecho a formar parte. Y no por una afiebrada militancia ni por las curiosas extravagancias a las que nos tienen acostumbrados los artistas ni por la potencia de sus manifiestos (que sí los ha escrito), sino por la autoría de una obra sólida e introspectiva, alejada de cualquier tipo de moda, tendencia o movimiento como pocas otras. Completamente original, perseverante y atractiva. Una obra que exhibe su inteligencia con total naturalidad. Casi la misma con la que Eduardo asume su rol de artista virtuoso.
Para describir claramente su personalidad, basta contar que este dibujante de más de 40 años de trayectoria, reconocido de forma unánime por sus colegas y por la crítica, cuya obra forma parte de numerosas colecciones particulares y museos –como, por ejemplo, el MoMA de Nueva York–, recién se dedica “full time” al arte desde hace 4 años. Hasta entonces, repartió su tiempo entre la tarea de artista y varios trabajos. Fue empleado en librerías, traductor free lance para distintas editoriales, redactor de cubiertas de video y director de prensa para distribuidoras de cine, entre otros trabajos. Una estrategia que le permitió, además de la superviviencia, estar siempre con los pies en la tierra, en el más llano de los mundos: el real. Un anclaje que nunca le impidió ser el prolífico demiurgo de sus complejos mundos construidos, como las creaciones trascendentes, con los elementos básicos: tierra y agua, o, en este caso, tinta y papel.
Stupía en primera persona
—¿Tenés una imagen preconcebida de la obra o la cabeza está tan en blanco como la hoja (o el lienzo) cuando comenzás?
—No tengo una imagen, tengo una idea de cómo debería ser el cuadro. Empezar a pintar es cómo empezar a hablar. El blanco es el silencio. Uno no empieza a hablar en el espacio sino en el tiempo, y en el lienzo es al revés. Se comienza con una voz, es decir, una primera situación gráfica que avanza hasta cierto punto. Ahí, suena otra voz, otra situación, que empieza a ¨sonar¨ en otro momento, o sector, de ese espacio. Ya tenemos dos voces, dos situaciones que resuenan juntas, próximas o lejanas. Y así se siguen sumando voces hasta que tenemos el coral completo, que es el cuadro. No creo en la imagen. La imagen no existe como tal, sino como consecuencia de procedimientos.
—¿El azar tiene lugar en tu obra o la sentís siempre “bajo control”?
—Nunca se llega a tener el control sobre la obra, pero tampoco se lo pierde por completo. A veces hay que forzar la irrupción del control, cuando se hace demasiado pregnante la improvisación y la espontaneidad, y a veces hay que soltar las amarras del oficio y zarparse un poco a la deriva.
—¿Alguna vez sentiste que la obra se agotaba, que no encontrabas nada nuevo para agregarle?
—Sí, permanentemente, pero no con la obra como un todo sino con algunos cuadros. En realidad, lo que se llama ¨la obra¨es una construcción social o de la historia del arte. Lo que existe para el pintor son los cuadros. Ellos son los que se agotan o tienen resto.
—¿Tuviste experiencias con el color?
—Tuve incursiones en el color en los últimos años, no como un pintor de paleta completa y compleja sino como quien apela a irrupciones pasajeras de tonalidades y colores siempre bajo el canon dominante del blanco y negro. Es decir que aparecen variaciones que van de los grises azulados o cobrizos a las tierras y de allí a los rojos y de allí a los naranjas y amarillos. Pero siempre como un comentario, un contrapunto.
—Ya firmemente establecido en la escena argentina ¿considerás que en estos últimos años estás logrando visibilidad en el ambiente internacional?
—Sí, puede decirse que sí, siempre y cuando se considere a la participación en Ferias internacionales como sinónimo de tener presencia internacional, lo cual es altamente discutible. Es muy difícil tener una verdadera visibilidad y respuesta crítica y comercial en otros países, o al menos en esos países que se consideran centrales en ese “mundo del arte” al que alude Sara Thornton. No obstante, y para no sonar tan victimizado, debo decir que me ha ido muy bien en las Ferias y que gracias también a los oficios de Jorge Mara, mi galerista, encontramos mucha receptividad en lugares difíciles como Madrid, Rio, Miami e incluso Hong Kong. En 2013 hice una muestra individual en la Galería Rosenfeld-Porcini de Londres, un par de años antes en la Galería Dan de San Pablo, y estamos en conversaciones con la Galería Baró, de la misma ciudad, para una muestra en 2015.
—¿Considerás que el hecho de trabajar de otra cosa durante muchos años favoreció o perjudicó tu obra?
—La favoreció notablemente por varias razones. Primero, porque me permitió despreocuparme absolutamente de la necesidad de vender cuadros como sustento. Segundo, porque me entrenó en la capacidad de trabajar con el tiempo restringido, abrupto y bajo las condiciones más dispares. Y tercero, porque me obligó a ser realista y a no creerme artista prematuramente.
—¿Considerás que algún artista influenció tu obra en particular?
—Influencias he tenido muchísimas, innumerables. Una que descuella, obvia, es la de Yuyo Noé y ahora me importan mucho los pintores alemanes contemporáneos –Richter, Oehlen, Penck, Meese, Kiefer– lo mismo que toda la tradición del expresionismo abstracto, el expresionismo alemán, los paisajes románticos, Hokusai, Hiroshige y todo Picasso, Matisse, Cezanne.